sábado, 9 de enero de 2010

El hombre sólo puede tener lo que Dios le haya dado.


JMS Dichoso el hombre que soporta la prueba, porque una vez aquilatado recibirá la corona de la vida.
A tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu.
Sé la roca de mi refugio, un baluarte donde me salve, tú que eres mi roca y mi baluarte; por tu nombre dirígeme y guíame.
A tus manos encomiendo mi espíritu: tú, el Dios leal, me librarás; yo confío en el Señor, tu misericordia sea mi gozo y mi alegría.
Haz brillar tu rostro sobre tu siervo; en el asilo de tu presencia los escondes de las conjuras humanas.
A tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu.


Queridos hijos: Esta es la confianza que tenemos en Dios: que si le pedimos algo según su voluntad, nos escucha; y si sabemos que nos escucha cuando le pedimos algo, sabemos que tenemos todo lo que le hemos pedido.
Si alguno ve a su hermano cometer un pecado que no lleva a la muerte, pida a Dios por él, y Dios le dará la vida. Me refiero a los que cometen pecados que no llevan a la muerte. Porque hay un pecado que lleva a la muerte; por ése no digo que se pida. Aunque toda mala acción es pecado, no todo pecado lleva a la muerte.
Sabemos que todo el que ha nacido de Dios no peca; el Hijo de Dios lo protege, y no lo toca el demonio.
Sabemos que pertenecemos a Dios y que el mundo entero está bajo el poder del demonio; pero sabemos también que el Hijo de Dios ha venido y nos ha dado inteligencia para conocer al Verdadero. Y estamos en el Verdadero, en su Hijo, Jesucristo. Este es el verdadero Dios y la vida eterna.
Hijo míos, cuídense de los ídolos.

Lectura de la primera carta del apóstol san Juan 5, 14-21

Evangelio*
Los padres de Jesús iban cada año a Jerusalén, a la fiesta de pascua. Cuando el niño cumplió doce años, fueron a celebrar la fiesta, según la costumbre. Terminada la fiesta, cuando regresaban, el niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin saberlo sus padres. Estos creían que iba en la caravana, y al terminar la primera jornada lo buscaron entre los parientes y conocidos. Al no encontrarlo, regresaron a Jerusalén en su busca.
Al cabo de tres días, lo encontraron en el templo sentado en medio de los doctores, no sólo escuchándolos, sino también haciéndoles preguntas. Todos los que le oían estaban sorprendidos de su inteligencia y de sus respuestas. Al verlo, se quedaron asombrados, y su madre le dijo:
"Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Tu padre y yo te hemos buscado angustiados".
El les contestó:
"¿Por qué me buscaban? ¿No sabían que yo debo ocuparme de los asuntos de mi Padre?"
Pero ellos no comprendieron lo que les decía. Regresó con ellos a Nazaret, donde vivió obedeciéndolos. Su madre conservaba cuidadosamente todos estos recuerdos en su corazón. Y Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en aprecio ante Dios y ante los hombres.
Palabra del Señor.
Lectura del santo Evangelio según san Lucas 2, 41-52 *para Meditar
Meditacion Jesús jamás nos abandona. Somos nosotros los hombres quienes podemos echarlo de nuestro lado por el pecado, o al menos alejarlo por la tibieza. En todo encuentro entre el hombre y Cristo, la iniciativa siempre ha sido de Jesús; por el contrario, en toda situación de desunión, la iniciativa la llevamos siempre nosotros. Él no nos deja jamás.

Cuando el hombre peca gravemente se pierde para sí mismo y para Cristo. El hombre anda entonces sin sentido y sin dirección, pues el pecado desorienta esencialmente. El pecado es la mayor tragedia que puede sucederle a un cristiano. En unos pocos momentos se aparta radicalmente de Dios por la pérdida de la gracia santificante, pierde los méritos adquiridos a lo largo de toda su vida, queda sujeto de algún modo a la esclavitud del demonio y disminuye en él la inclinación a la virtud. El alejamiento de Dios “lleva siempre consigo una gran destrucción en quien lo realiza”.

Por desgracia, lo peor de todo es que para muchos esto apenas tiene importancia. Es la tibieza, el desamor, el que lleva a valorar poco o nada la compañía de Jesús, Él sí que valora estar con nosotros: murió en una cruz para rescatarnos del demonio y del pecado, y para estar siempre con cada uno de nosotros en este mundo y en el otro.

María y José amaban a Jesús entrañablemente; por eso le buscaron sin descanso, por eso sufrieron de una manera que nosotros no podemos comprender, por eso se alegraron tanto cuando de nuevo le encontraron. “Hoy no parece que haya mucha gente que sufra por su ausencia; cristianos hay para quienes la presencia o ausencia de Cristo en sus almas no significa prácticamente nada. Pasan de la gracia al pecado y no experimentan sufrimiento ni dolor, aflicción ni angustia. Pasan del pecado a la gracia y no dan la impresión de hombres que han vuelto del infierno, que han pasado de la muerte a la vida: no se les ve el alivio, el gozo, la paz y el sosiego de quien ha recuperado a Jesús”.

Nosotros hemos de pedir hoy a María y a José que sepamos apreciar la compañía de Jesús, que estemos dispuestos a todo antes que perderle. ¡Qué oscuro estaría el mundo, y nuestro mundo, sin Jesús! ¡Qué gracia tan grande darnos cuenta de esto! “Jesús: que nunca más te pierda...”. Pondremos todos los medios, sobrenaturales y humanos, para no caer en el pecado mortal y ni siquiera en el pecado venial deliberado. Si no ponemos empeño en aborrecer el pecado venial, sin la falsa excusa de que no es “grave”, no llegaremos a un trato de intimidad con el Señor.

Oremos, hermanos y hermanas, a Jesucristo el Señor, quien para santificar la familia quiso compartir la vida de un hogar humano:

Para que el Señor, que quiso participar de la vida de familia en el hogar de María y José, mantenga en paz y armonía a todas las familias cristianas, roguemos al Señor.

Escúchanos, Señor.


Para que Dios ilumine y consuele a las familias desunidas, a los esposos que han de vivir separados por causa del trabajo, a los hijos de los divorciados, a los hogares sin hijos y a los que lloran la muerte de sus familiares, roguemos al Señor.
Escúchanos, Señor.

Para que nos esforcemos por vivir en paz y armonía con nuestros familiares y con los miembros de nuestra comunidad, superando con bondad, comprensión y caridad fraterna nuestras mutuas desavenencias, roguemos al Señor.
Escúchanos, Señor.


Señor Dios nuestro, que has querido que tu Hijo, engendrado antes de todos los siglos, fuera miembro de una familia humana, escucha nuestras súplicas y haz que los padres de familia participen de la fecundidad de tu amor, y que sus hijos crezcan en sabiduría, entendimiento y gracia ante ti y ante los hombres. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.